¿De qué hablan las palabras? La respuesta más inmediata diría
que las palabras hablan del mundo y de nosotros que somos parte de él, y por
supuesto de los objetos; es decir, las palabras hablan de las cosas que son, de
lo posible. Piense usted en varios ejemplos…
Pero ¿y qué pasa con lo imposible? ¿Pueden hablar las palabras de lo que
no es? ¿Es posible esa experiencia?
Cuando nacemos nos enfrentamos a un mundo que ya está dado.
Aunque estamos en él, aún no nos pertenece. Será a través del lenguaje que nos
apropiamos del mundo. Aparece la necesidad de nombrar las cosas. Lo que podemos
nombrar de alguna manera nos pertenece porque comienza a formar parte de
nuestro mundo. Es. Así que nuestras experiencias del mundo están mediadas por
el lenguaje. El lenguaje, las palabras, van configurando el sentido del mundo.
A través del lenguaje pensamos el mundo y en quiénes somos. ¿Podemos ser sin
lenguaje? ¿Podemos comprender verdaderamente el mundo sin el lenguaje? ¿Podemos
pensarnos de otro modo que no sea a través del lenguaje?
Los límites de nuestra comprensión del mundo son los límites
de nuestro lenguaje. ¿Qué hay más allá de nuestra comprensión? ¿Cómo podemos
ampliar nuestra comprensión del mundo si no es a través del lenguaje? o, dicho
de otra manera, ¿Cómo hacemos posible nuevas realidades si no es a través del
lenguaje? El lenguaje nos lleva a los
límites de nuestra comprensión, pero también nos posibilita ir más allá de lo
dicho, nos acerca al límite de lo incomprensible, al no ser. A través del
lenguaje nos acercamos a la experiencia de lo imposible, de lo que todavía no
es. Una vez nombrado lo imposible comienza a ser en nosotros, comienza a
mostrar su posibilidad, su razón de ser. Como dice Jacques Derrida, un filósofo
de nuestra época, la filosofía emerge como una experiencia de lo imposible, una
experiencia del límite. El filosofar se sitúa en el borde entre lo dicho y lo
que está por decirse, entre lo que es y lo que no es todavía. Ahí se juega el
pensar. Por eso el filosofar nos reta, no impulsa a ir más allá de lo pensado,
es una experiencia de lo nuevo. Nos descubrimos en lo que somos,
cuestionándonos nosotros mismos y al mundo, pero de otra manera, con nuevas
posibilidades. Desde Sócrates, es sabido que la filosofía no nos ofrece
certezas sino dudas, inquietudes, en una palara, in-quietud, ya que nos obliga
a estar despiertos. Por eso Sócrates es un tormento para los atenienses. La
filosofía, como ejercicio del filosofar, a través de la lectura estudiosa, del
ejercicio de la escritura, en fin, del pensar, nos expulsa del conformismo y la
comodidad, y nos permite, des-cubrirnos de otra manera, nos trans-forma.
Si bien, como dijimos al inicio, el lenguaje se refiere al
mundo, a sus objetos. ¿Cómo es esa relación? ¿Son las palabras un fiel reflejo
de los objetos? ¿Es posible establecer un puente entre el mundo y el lenguaje
que lo representa? ¿Existe una distancia insalvable entre las cosas y las
palabras? ¿Y qué queda por fuera en esa relación? Y a su vez, ¿qué son las
palabras para las cosas? ¿Una representación? ¿Un reflejo? ¿Un simulacro? Algo
se pierde, algo se gana. Efectivamente, el mundo no está en las palabras, aunque nos remiten a aquel. El lenguaje es el gran
referente. A su vez, el lenguaje tiene su lógica propia. Es una máquina
productora de sentido. No para. Puesto en acción, desencadena una multiplicidad
infinita de sentidos. El lenguaje ya no solo nombra la realidad, sino que
también da cuenta de ella. Opera sobre ella, la analiza y la interpreta, la interpela, la falsea… Pero en
ese intento de de-velar la realidad, en ese intento por penetrar la naturaleza,
por ir detrás de las apariencias, cobra vida propia. Su discurso sobre el mundo
sobrepasa lo visible, como el filósofo que siempre quiere ir más allá, saber
más. Y en esa búsqueda cobra vida propia, sigue sus propias lógicas, y en ese
ir y venir frente a la realidad, la enriquece, la llena de sentido y
posibilidades.
La triada está dada: lenguaje-pensamiento-mundo. Cada una
remite a la otras dos. En medio de esa relación, en el centro de ella estamos
nosotros. Lo que somos se juega (aunque no del todo) en el lenguaje. El
lenguaje nos nombra y al nombrarnos nos da una señal de identidad. En
principio, somos un nombre. Sócrates. Lo que es Sócrates se juega en el lenguaje. Ahí está Sócrates ante el
tribunal de Atenas defendiéndose. El proemio, que en la oratoria, antecede al
discurso de defensa, es una reflexión sobre el lenguaje y la verdad: “Vosotros vais a saber de mi boca la pura
verdad”. La defensa de Sócrates se juega en el terreno del lenguaje: “[los acusadores] no ha dicho ni una sola
palabra verdadera” aunque “tan
persuasiva ha sido su manera de decir”. Sócrates distingue entre dos
discursos, entre dos maneras de decir; de una parte, el lenguaje de Sócrates,
hecho de “términos y maneras comunes”
pero verdadero y, por otra, el lenguaje persuasivo, propio de la sofística,
verosímil sí pero no verdadero. Sócrates sabe que lo que está en juego a través
del lenguaje, es su vida.
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