Bertrand Russell
Habiendo llegado al final de nuestro breve resumen de los problemas de la filosofía, bueno será considerar, para concluir, cuál es el valor de la filosofía y por qué debe ser estudiada. Es tanto más necesario considerar esta cuestión, ante el hecho de que muchos, bajo la influencia de la ciencia o de los negocios prácticos, se inclinan a dudar que la filosofía sea algo más que una ocupación inocente, pero frívola e inútil, con distinciones que se quiebran de puro sutiles y controversias sobre materias cuyo conocimiento es imposible.
Esta opinión sobre la filosofía parece resultar, en parte, de una falsa concepción de los fines de la vida, y en parte de una falsa concepción de la especie de bienes que la filosofía se esfuerza en obtener. Las ciencias físicas, mediante sus invenciones, son útiles a innumerables personas que las ignoran totalmente: así, el estudio de las ciencias físicas no es sólo o principalmente recomendable por su efecto sobre el que las estudia, sino más bien por su efecto sobre los hombres en general. Esta utilidad no pertenece a la filosofía. Si el estudio de la filosofía tiene algún valor para los que no se dedican a ella, es sólo un efecto indirecto, por sus efectos sobre la vida de los que la estudian. Por consiguiente, en estos efectos hay que buscar primordialmente el valor de la filosofía, si es que en efecto lo tiene.
Pero
ante todo, si no queremos fracasar en nuestro empeño, debemos liberar nuestro
espíritu de los prejuicios de lo que se denomina equivocadamente «el hombre
práctico». El hombre «práctico», en el uso corriente de la palabra, es el que
sólo reconoce necesidades materiales, que comprende que el hombre necesita el
alimento del cuerpo, pero olvida la necesidad de procurar un alimento al
espíritu. Si todos los hombres vivieran bien, si la pobreza y la enfermedad
hubiesen sido reducidas al mínimo posible, quedaría todavía mucho que hacer
para producir una sociedad estimable; y aun en el mundo actual los bienes del
espíritu son por lo menos tan importantes como los del cuerpo. El valor de la
filosofía debe hallarse exclusivamente entre los bienes del espíritu, y sólo
los que no son indiferentes a estos bienes pueden llegar a la persuasión de que
estudiar filosofía no es perder el tiempo.
La
filosofía, como todos los demás estudios, aspira primordialmente al
conocimiento. El conocimiento a que aspira es aquella clase de conocimiento que
nos da la unidad y el sistema del cuerpo de las ciencias, y el que resulta del
examen crítico del fundamento de nuestras convicciones, prejuicios y creencias.
Pero no se puede sostener que la filosofía haya obtenido un éxito realmente
grande en su intento de proporcionar una respuesta concreta a estas cuestiones.
Si preguntamos a un matemático, a un mineralogista, a un historiador, o a
cualquier otro hombre de ciencia, qué conjunto de verdades concretas ha sido
establecido por su ciencia, su respuesta durará tanto tiempo como estemos
dispuestos a escuchar. Pero si hacemos la misma pregunta a un filósofo, y éste
es sincero, tendrá que confesar que su estudio no ha llegado a resultados
positivos comparables a los de las otras ciencias. Verdad es que esto se
explica, en parte, por el hecho de que, desde el momento en que se hace posible
el conocimiento preciso sobre una materia cualquiera, esta materia deja de ser
denominada filosofía y se convierte en una ciencia separada. Todo el estudio
del cielo, que pertenece hoy a la astronomía, antiguamente era incluido en la
filosofía; la gran obra de Newton se denomina Principios matemáticos
de la filosofía natural. De un modo análogo, el estudio del espíritu
humano, que era, todavía recientemente, una parte de la filosofía, se ha
separado actualmente de ella y se ha convertido en la ciencia psicológica. Así,
la incertidumbre de la filosofía es, en una gran medida, más aparente que real;
los problemas que son susceptibles de una respuesta precisa se han colocado en
las ciencias, mientras que sólo los que no la consienten actualmente quedan
formando el residuo que denominamos filosofía. […]
De
hecho, el valor de la filosofía debe ser buscado en una, larga medida en su
real incertidumbre. El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía, va por
la vida prisionero de los prejuicios que derivan del sentido común, de las
creencias habituales en su tiempo y en su país, y de las que se han
desarrollado en su espíritu sin la cooperación ni el consentimiento deliberado
de su razón. Para este hombre el mundo tiende a hacerse preciso, definido,
obvio; los objetos habituales no le suscitan problema alguno, y las
posibilidades no familiares son desdeñosamente rechazadas. Desde el momento en
que empezamos a filosofar, hallamos, por el contrario, como hemos visto en
nuestros primeros capítulos, que aun los objetos más ordinarios conducen a
problemas a los cuales sólo podemos dar respuestas muy incompletas. La
filosofía, aunque incapaz de decirnos con certeza cuál es la verdadera
respuesta a las dudas que suscita, es capaz de sugerir diversas posibilidades
que amplían nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre.
Así, el disminuir nuestro sentimiento de certeza sobre lo que las cosas son,
aumenta en alto grado nuestro conocimiento de lo que pueden ser; rechaza el
dogmatismo algo arrogante de los que no se han introducido jamás en la región
de la duda liberadora y guarda vivaz nuestro sentido de la admiración,
presentando los objetos familiares en un aspecto no familiar.
Aparte
esta utilidad de mostrarnos posibilidades insospechadas, la filosofía tiene un
valor —tal vez su máximo valor— por la grandeza de los objetos que contempla, y
la liberación de los intereses mezquinos y personales que resultan de aquella
contemplación. La vida del hombre instintivo se halla encerrada en el círculo
de sus intereses privados: la familia y los amigos pueden incluirse en ella,
pero el resto del mundo no entra en consideración, salvo en lo que puede ayudar
o entorpecer lo que forma parte del círculo de los deseos instintivos. Esta
vida tiene algo de febril y limitada. En comparación con ella, la vida del
filósofo es serena y libre. El mundo privado, de los intereses instintivos, es
pequeño en medio de un mundo grande y poderoso que debe, tarde o temprano,
arruinar nuestro mundo peculiar. Salvo si ensanchamos de tal modo nuestros
intereses que incluyamos en ellos el mundo entero, permanecemos como una
guarnición en una fortaleza sitiada, sabiendo que el enemigo nos impide escapar
y que la rendición final es inevitable. Este género de vida no conoce la paz,
sino una constante guerra entre la insistencia del deseo y la importancia del
querer. Si nuestra vida ha de ser grande y libre, debemos escapar, de uno u
otro modo, a esta prisión y a esta guerra.
Para resumir nuestro análisis sobre el valor de la filosofía: la filosofía debe ser estudiada, no por las respuestas concretas a los problemas que plantea, puesto que, por lo general, ninguna respuesta precisa puede ser conocida como verdadera, sino más bien por el valor de los problemas mismos; porque estos problemas amplían nuestra concepción de lo posible, enriquecen nuestra imaginación intelectual y disminuyen la seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación; pero, ante todo, porque por la grandeza del Universo que la filosofía contempla, el espíritu se hace a su vez grande, y llega a ser capaz de la unión con el Universo que constituye su supremo bien.
Texto en PDF.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario