Octavio Paz
El 10 de diciembre de 1990, el pensador mexicano Octavio Paz recibía el Premio Nobel de Literatura. Para la ocasión, Paz pronunció un discurso en el que, anticipando el nuevo siglo, recordó con lucidez, las preocupaciones y las tareas pendientes después del derrumbe de las ideologías: el futuro de la democracia, la modernidad retardada para América Latina, el problema del reconocimiento de nuestra identidad -del que en tiempos de globalización casi no se habla-, y la crisis ambiental. La actualidad de sus palabras sigue siendo un derrotero para pensar las tareas pendientes de nuestro siglo.
Majestades,
Señoras y Señores:
Seré
breve. Sin embargo, como el tiempo es elástico, ustedes tendrán que oírme
durante ciento ochenta largos segundos.
Vivimos no sólo el fin de un siglo sino de un período histórico. ¿Qué nacerá del derrumbe de las ideologías? ¿Amanece una era de concordia universal y de libertad para todos o regresarán las idolatrías tribales y los fanatismos religiosos, con su cauda de discordias y tiranías? Las poderosas democracias que han conquistado la abundancia en la libertad ¿serán menos egoístas y más comprensivas con las naciones desposeídas? ¿Aprenderán éstas a desconfiar de los doctrinarios violentos que las han llevado al fracaso? Y en esa parte del mundo que es la mía, América Latina, y especialmente en México, mi patria: ¿alcanzaremos al fin la verdadera modernidad, que no es únicamente democracia política, prosperidad económica y justicia social sino reconciliación con nuestra tradición y con nosotros mismos?
Imposible
saberlo. El pasado reciente nos enseña que nadie tiene las llaves de la
historia. El siglo se cierra con muchas interrogaciones. Algo sabemos, sin
embargo: la vida en nuestro planeta
corre graves riesgos. Nuestro irreflexivo culto al progreso y los avances
mismos de nuestra lucha por dominar a la naturaleza se han convertido en una
carrera suicida. En el momento en que comenzamos a descifrar los secretos de
las galaxias y de las partículas atómicas, los enigmas de la biología molecular
y los del origen de la vida, hemos herido en su centro a la naturaleza. Por
esto, cualesquiera que sean las formas de organización política y social que
adopten las naciones, la cuestión más inmediata y apremiante es la
supervivencia del medio natural. Defender a la naturaleza es defender a los
hombres.
Al
finalizar el siglo hemos descubierto que somos parte de un inmenso sistema –conjunto
de sistemas– que va de las plantas y los animales a las células, las moléculas,
los átomos y las estrellas. Somos un eslabón de “la cadena del ser”, como
llamaban los antiguos filósofos al universo. Uno de los gestos más antiguos del
hombre un gesto que, desde el comienzo, repetimos diariamente es alzar la
cabeza y contemplar, con asombro, el cielo estrellado. Casi siempre esa
contemplación termina con un sentimiento de fraternidad con el universo. Hace
años, una noche en el campo, mientras contemplaba un cielo puro y rico de
estrellas, oí entre las hierbas oscuras el son metálico de los élitros de un
grillo. Había una extraña correspondencia entre la palpitación nocturna del
firmamento y la musiquilla del insecto. Escribí estas líneas:
Es grande el cielo
y arriba siembran mundos.
Imperturbable,
prosigue en tanta noche
el grillo berbiquí.
Estrellas, colinas, nubes, árboles, pájaros, grillos, hombres: cada uno en su mundo, cada uno un mundo y no obstante, todos esos mundos se corresponden. Sólo si renace entre nosotros el sentimiento de hermandad con la naturaleza, podremos defender a la vida. No es imposible: fraternidad es una palabra que pertenece por igual a la tradición liberal y a la socialista, a la científica y a la religiosa.
Alzo mi copa – otro antiguo gesto de fraternidad – y brindo por la salud, la ventura y la prosperidad de Sus Majestades y del noble, gran y pacífico pueblo sueco. j
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